Era la Ciudad donde venir la mañana de después de una noche gloriosa con la camiseta de tu equipo se antojaba casi obligatorio.

La Ciudad inocente en cuyo mercado regulado sólo circulaban corazones de goma azucarada, mientras que el ilegal seducía desde las verjas de los complejos deportivos, que sabían a cebada y que hoy no te dejan escapar igual de vivo.
Bendito engaño aquel.